HOY, al abrir el
correo del día, me he llevado una sorpresa. La carta venía desde Mondion,
Francia. Escritas a mano, en tinta negra, unas palabras. Un rubor desconocido
azuzando mi rostro perplejo mientras leía y una emoción rotunda por la contrariedad y la admiración.
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ESOS libros
desatados de cualquier amarre genérico, en que el escritor edifica con las
palabras sin más prejuicios que la propia literatura. Esos volúmenes que
condicionan al lector, pues los obliga a que su lectura sea espigada, circular,
sostenida por los breves trancos de la palabra, solo ella y toda. La miscelánea,
la conjunción de diversos géneros bien ensamblados. El divertimento de la
libertad aparente y, sobre todo, de la vida que armoniza el libro, con su
verdad de piedra y su aire de luz declamada.
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NO hay principio ni
fin en la palabra poética. No hay un antes y un después en ella, como no hay
lugares ni recuerdos. Ella es totalidad, siempre.