HACE unos meses,
comencé a escribir unas notas sobre Dante que partían de las que inicié en
el verano de 2010. En pleno ferragosto, terminaba una de las
lecturas más exultantes y traumáticas de las que llevaba hasta el momento. A decir verdad, ninguna otra lectura ha supuesto tanto como la experiencia con la Divina Comedia. Todavía hoy perdura el eclipse, el trastoque, la admiración y la fascinación. Solo Platón y pasajes de los presocráticos están en ese nivel de influencia.
Esta inconfundible
persistencia de volver a releer a Dante (así como a Virgilio, Leopardi, Cervantes, Rilke o JRJ), parece que debo
comenzar a interpretarla como una condición que jamás abandonaré y sobre la que
tengo que seguir percutiendo una y otra vez, una y otra vez,... aunque sea con sordina.
Leí versos de Dante
y de Leopardi en italiano, en Arezzo, en Gubbio, Asís, Florencia (junto al poeta
Galbarro mientras paseábamos por el tramonto de Fiésole), Roma, Bérgamo y Perugia,
mientras M.C. iba asesorando mis torpezas con su buen tino. Aquella lectura fue,
sobre todo, un modo de vida que jamás volveré a repetir, un modo del que solo
tengo ya el recuerdo.
Hoy, al leer una
línea de T.S. Eliot, en La aventura sin
fin, en una sola línea, digo, ha brotado, de golpe, como en un aleph
insospechado, esa franja de la memoria que se mantenía al resguardo de la luz
toscana y umbría. Eliot, cargado de verdad, escribió, hace ya décadas,
lo que vengo sosteniendo como una tesis: “La imaginación de Dante es visual”.
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La literatura comienza antes de la palabra, aunque sea en ella donde existe.
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ASÍ, por ejemplo, la diferencia entre
un narrador y un poeta estriba en la comprensión de la realidad. Mientras que
el narrador aprehende la sustancia de la realidad con los mecanismos narrativos
y así mismo la expresa posteriormente en horizontalidad, el poeta comprende en
síntesis, hundiendo la consciencia en la verticalidad absoluta que solo conduce
a la palabra desasida y al uno pleno que es plural. Por esa condición, la palabra poética es nueva, nonata, renacida de su propia realidad.
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UNOS días inseparables de Verdi. A Verdi hay que escucharlo en Trieste, con la bora, como lo hicimos, ¿te acuerdas de
aquella Tosca?