NO dejamos de escuchar la música de Verdi y de emboscarnos, con lentitud, en las melodías que nuestras caminatas marcaron en Trieste. La estatua de Verdi se alza contundente entre las calles demediadas de la ciudad del mestizaje.
Allí, cerca del Adriático, comprendí por momentos a Rilke. Realizamos el sendero rilkeano que bordea el acantilado en que se construyó el Castillo de Duino. Hoy he entendido el símbolo de ese sendero que el poeta realizaba diariamente, sin brújulas, sin caminos trazados, sin más ser que él mismo. Y lo numinoso ha llegado cuando leía, con miedo, las palabras de otro poeta, A.C.
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CON Paul Valèry: “La música es la superación del pensamiento articulado”. Es la superación del pensamiento articulado que ofrece la palabra, pues esta es incapaz de armonizar y concertar el mundo. Su disposición es lineal, su construcción es demasiado monovocal para aprehender la complejidad que posee la realidad: la realidad es polifónica. Y la palabra, como expresión totalizadora, es una simbología extraordinaria, cuya concepción sobrepasa las propiedades de la palabra y que la emparenta, más bien, con las propiedades de la música. Por tanto, la palabra aspira a la música y comparte con ella algunas propiedades, pero carece de lo extraordinario.