sábado, 28 de enero de 2012


HE TERMINADO de leer, hipnotizado por la salmodia de la fábula moral, Lo ojos del hermano eterno, de Stefan Zweig. Una novela breve, pero que contiene lo esencial: emoción, vida transfigurada.
Esta lectura la he realizado porque, como escribí no sé cuándo, Pablo D´ors se refirió a ella como una de las obras que había influido en la composición de El amigo del desierto. En el personaje central, Virata, y en la evolución personal que sufre, he querido ver una verdadera parábola de la condición humana. Desde la sencillez expresiva, valiéndose de los recursos prototípicos de las fábulas y de los relatos ancestrales, ha construido Zweig una narración bella, límpida.
Uno de los pasajes más emotivos está escrito de la siguiente manera: “Sólo puede ser justo aquel que no toma parte en el destino ni en la obra ajena; aquel que vive solo: nunca me había acercado más a la verdad que cuando estaba solo, sin las palabras de los hombres”. Estas afirmaciones están escritas en el desarrollo fulgurante de la vida de Virata. Su entendimiento sufre un viraje profundo, hacia la verticalidad y así los asimila  el lector, pues en los ojos de Virata, que intuimos por la palabra, se contienen los del hermano eterno.
Toda vez que Virata decide actuar, desarrollar las palabras que he citado anteriormente y recluirse en el campo, a solas, con los pájaros, con la naturaleza, afirma: “Mi único saber es que me he olvidado de vivir entre los hombres para estar libre de toda culpa. El solitario sólo se puede instruir a sí mismo. No sé si es sabiduría lo que hago, no sé si es felicidad lo que siento, no sé si puedo enseñar nada o dar consejo alguno”. Y remata estas palabras con la maravilla: “La sabiduría del solitario es diferente a la del mundo, la ley de la contemplación es diferente a la de la acción”.
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HACE poco me preguntaron a qué ciudad me iría a vivir.  Siempre he creído en el derecho a la huida, de Baudelaire, y en que la ciudad más deseada es un lugar de regresos continuados, simbólico,  pero no de estancamiento. Claro, Venecia, Londres, París, Cádiz, Edimburgo, Praga y otras tantas maravillosas ciudades se agolparon en un intento de conseguir lucidez en la respuesta, sin embargo, prevaleció, como de molde, lo que hubiera contestado el personaje de Zweig.    

En esa pregunta había una encerrona, un silogismo, pues no deseo ninguna ciudad como espacio para la vivencia de lo cotidiano. Las ciudades son todas y una, y, en ellas, el hombre  no deja de ser hombre en sociedad.  Contesté que prefería el campo sin más argumentos, aunque realmente lo dije porque solo en la naturaleza el hombre consigue saber cuál es su medida en el mundo. Mientras que, en una ciudad,  el hombre es un endiosado de sus acciones, en el campo, es un elemento anómalo, distinto, finito, miserable. Mientras que las ciudades las construyen los hombres a su conveniencia, el campo brota natural, en claridad, sin imposiciones artificiales, sin contar con el hombre.  
Así las cosas, pocas veces me he sentido como en Fiésole, cerca de Florencia, en plena Toscana, observando las cúpulas florentinas desde el silencio boccacciano de las ninfas y contemplando el discurso de las higueras pobladas de cantos. 
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EN un estudio sobre el Zibaldone di pensieri, de Leopardi, “Dalle note dello Zibaldone alla poesia dei Canti”, unas palabras de De Robertis: “Che cosa è dunque lo Zibaldone? Una specie di diario”.
Una especie de diario, cargado de anotaciones filológicas, de comentarios a algunos textos predilectos, reflexiones, notas embrionarias de poemas y de cualquier afán de permanencia que Leopardi quisiera para sus palabras de entonces.
Me doy cuenta de que acabo de encontrar tres obras que deberán nortear las palabras de este diario, a saber, Cahiers, de Valèry, Zibaldone di pensieri, de Leopardi y Fragmente, de Novalis. ¿Por qué en la tradición hispánica escasea este tipo de libros?