NO
sé si un espejo en el camino, pero el cuaderno debe estar abierto siempre para
que la imagen especular de uno mismo se figure en la blancura de los márgenes.
El “Cuaderno del caminante”, con sus
relucientes tapas rojas, asoma el lomo por entre los libros de Virgilio y de
Bocaccio. Allí, retenido, me pregunto qué recogerá de esta vida que pasa y se
posa, cada vez más, en lo minúsculo.
***
UN
sosiego desasosegante. Una parsimonia de trote vivo. Quietud y ensimismamiento.
La vida y la muerte consonantes en los ojos, la lágrima furtiva de una plaza
abandonada en que resuenan los ecos y las voces y los sueños que quisieron
traducirnos.
***
CONTEMPLO,
por unos momentos, el cesto de frutas que hemos colocado en el centro de la
mesa: naranjas, limas, uvas, limones, plátanos, mangos, mandarinas, manzanas y
una piña. La piña parece un trofeo de hojalata y su cresta, verdeante, corona
el cesto con su contorno de mandorla.
El
silencio cítrico me agrada y me ayuda a penetrar en la figuración de estos
cuerpos redondeados. De pronto, comienzo a recordar los paseos por el Museo del
Prado y a poner la memoria en algunas de las naturalezas muertas que allí se exponen. El recuerdo
comienza a brotar del misterio y los versos de Darío se solapan a esta imagen viva
ante mis ojos. Lilas, amarilláceas sombras sobre el cristal fundido del tiempo.