jueves, 6 de octubre de 2011


CON varios libros a la espera, me he levantado en la madrugada para comenzar a leer. Esa es la intención que me solivianta y, para hoy, no quiero otra cosa que la lectura. Poemas, cuentos, ensayos: diversidad de lo humano. Cada vez pienso con más vehemencia que los géneros literarios, como estipulaba Croce, son cauces sobrantes, que, con Valéry la literatura debe reducirse a un grupo de hombres y de obras sin más.
Debería uno aprender la lección de Montaigne: la soledad de la lectura. El escritor francés se quejaba de su falta de memoria, con lo que su obsesión quedaba justificada aunque el argumento fuera incierto en su caso.
Me construiría una torre, una torre junto al mar, y en ella me encerraría con todos los libros posibles que considero fundamentales. En ese lugar, la vida se mostraría con una plenitud asombrosa que, quizás, ni siquiera alcanzo a imaginar. Lo sueño como un oscuro dominio, como el poemario de Eugènio de Andrade: “Donde la luz cuaja/ y cesa el exilio”.
Allí, construyendo los momentos estelares de la individualidad. Porque a pesar de todo, el artista edifica su obra en soledad, en el espacio de sí mismo, sin más intervenciones ni ayudas que las de su suficiencia y sus lecturas. No puede el poeta mezclarse con el gentío, ni pertenecer a un grupúsculo: su obra  no brotará verdadera.
Múltiples moradas con la única presencia de la luz. Espacio que somete a los límites a una encrucijada. La cábala continua frente al aire, la tierra, el fuego y el agua: nosotros mismos transmutados Allí, donde las palabras no pudieran decir más que un balbuceo, más que una sugerencia o una lengua extraña a los sentidos, no al espíritu. . ¿O es todo eso aquí, sin ir más allá, como decía Santo Tomás; solo por las profundas concavidades del espíritu inmóvil?
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EN otro poema magnífico, escribe Andrade: “En el interior de la música/ el silencio/ ¿qué regazo busca?”.  
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ALGUIEN me pregunta qué estoy leyendo y le contesto: “Decameron, de Boccaccio”. En esta mañana, en todas las mañanas del mundo, me deleito con la lectura del escritor nacido en la campiña toscana. Humana cosa es sentir admiración por los espíritus elevados y lo es también el reconocimiento de la grandiosidad ajena. Por ejemplo, lo que sucedió en Florencia entre 1252 y 1345, el florecimiento de una sociedad que termina por acoger a un puñado de hombres fascinantes. Ello es la textura de las páginas del Decamerón, cuyo autor desarrolla sus virtudes gracias al aprendizaje en sus  prolongadas estancias en Nápoles, Francia y Florencia.
Hace un tiempo, cuando paseaba por los parajes de la Ninfale d´Ameto, con mi compañero J., en plena calima, pero con la ilusión encrespada, parecía que escuchábamos el sentir de los árboles, de la flora que el viento azotaba por boca de Ameto. Altas, muy altas eran unas cañas que movían sus cuerpos al son del aire y las higueras dictaban finos versículos de amor.
Las descripciones que el narrador realiza de las ninfas adelanta la concepción posterior que utilizó Botticelli. Y así, cuando entramos en la Galeria degli Ufizzi, comprobamos el estupor de la maravilla que continuaba en la pintura.
Trabó el escritor amistad con Petrarca, mas hay un pasaje que me conmueve y sacude de continuo. Boccaccio se trasladó, en 1350,  a Ravena –ciudad prodigiosa- para entregarle a una monja diez florines de oro en gratitud por el menosprecio y el desagravio de la ciudad florentina con padre quien se llevó en Ravena más de treinta años exiliado. Esa monja era sor Beatrice, la hija de Dante.