CUÁNTO me gustaría tener ahora
sesenta años para poder constar como un escritor joven. La juventud no aparece
hasta esas fechas, hasta que uno no comienza a atisbar la blancura de la noche.
La juventud, en la escritura, está en su final, en la finitud de la vida de un
hombre y no en sus comienzos, que son turbios, inestables, demasiado vanidosos.
Mucho menos en ese estado de gracia en que algunos comienzan a hablar como si
ya hubieran alcanzado alguna virtud cuando más bien habitan vanaglorias.
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UNAMUNO tradujo un poema de
Leopardi titulado “La Ginestra” (La retama). Al advertirlo, me dirijo a la
edición en que se ofrece la versión original del magnífico poema del italiano,
pues me apetece ver cómo Unamuno solucionó ciertos pasajes. Es obvio que su
palabra era la de un hombre de finales de un siglo y principios de otro. Así podemos
comprobarlo en versos con giros del tal guisa: “que resuena so el paso al peregrino”;
o hipérbatos como: “de antiguo al pensamiento abandonaste”. Otros pasajes
ofrecen muchas diferencias con versiones modernas, con traducciones realizadas
hace pocos años.
Lo cierto es que en Unamuno, a
veces, el estadio de la lengua lo obliga a optar por soluciones que, en la
actualidad, nos suenan al oído arcaicas y oxidadas. Sin embargo, su traducción
no termina de perder el tono y el aroma de un magnífico poema que, por largo,
es inmenso en su lengua original y en una buena traducción. Este capítulo
azaroso de la tarde me conduce a una reflexión más extensa en que me enredo
entre la universalidad de la palabra y los corsés que puede imponer su evolución,
es decir, los escritores tienen que hacer de la lengua de su época la lengua de
todas las épocas y por ello deberá limpiar (mundanizar no hace mucho) el acervo
lingüístico con que trabaja, pues dará a su palabra la perennidad de las obras
duraderas.
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La hiperestesía es un estado
demasiado frecuente. Cuando eso me ocurre, rescato de las baldas “Alameda verde”,
de JRJ: “Para el artista no hay amor ni amistad más fiel que su obra”.