sábado, 15 de octubre de 2011

ESTÁ el otoño detenido por las alondras. Con este sol que abrasa y desespera, intenta uno leer algunas páginas de autores desconocidos hasta el momento. Por ejemplo, estoy maravillado con Samuel Taylor Coleridge y su Biographia literaria. Desconocidos quiere decir no leídos como debe hacerse hecho: anotando, apuntando, en plena absorción.

Hago hincapié en esta acción porque en la actualidad se habla de la mayoría de los autores de pasada, de solapa, sin apenas haberlos leído y utilizando los tres o cuatro clichés que tan bien quedan en un público ávido de asombros. Sin embargo, cada vez desconfío más de los que más leen sin traer con ellos lecciones y aprendizajes, solo opiniones evanescentes.

Recuerdo, desde hace unos días, los pasajes en que relata las lecciones de aquel tozudo maestro de primeros estudios que tuvo Coleridge y cómo este maestro lo obligaba a memorizar pasajes de Virgilio, Homero u Ovidio. Al cabo de los años, Coleridge desprendía que aquel profesor lanzaba improperios sobre muchos autores y que su juicio era, pasados los años, matizable. Sin embargo, Coleridge estaba seguro de una cuestión: aquel maestro conocía de veras las obras que utilizaba.

Quiero decir que, en estos tiempos sometidos a la velocidad y al apresuramiento, termina uno por apartarse de esos grupúsculos que demuestran en público o entre ellos quién acaba de leer el libro más recóndito o al autor más exótico. Pero, ¿no sucede esto con los viajes, las publicaciones, los trabajos? El personal está demasiado pendiente de querer ser el primero en publicar un libro sea cual sea el resultado;  original, muy joven, jovencísimo, a ser posible.

De tal forma que, en ocasiones, cuando uno dice que está leyendo con un prurito de verdad la lírica tradicional hispánica o que anda entusiasmado con Galdós (del que hace un tiempo renegaba abiertamente) o con Cervantes o con Dante, la mayoría de interlocutores siempre responden como si ellos hubieran pasado ya por ese trance y como si no les hiciera falta volver a experimentarlo, si es que lo experimentaron en alguna ocasión e incluso haciñendole crees a uno que eso no lo llevará a más de lo que él pudo haber extraído. Cuando yo esto, sin embargo, atento a las lecturas de los demás, opto por el autojuicio, ¿leería con virtuds yo al autor de marras?

Siempre que hablo con alguien y aparece en la conversación un autor o una referencia bibliográfica, intento resituar mi cosmovisión como lector. Milagro, maravilla, satélite inadvertido, galaxia virgen, novísima perspectiva que se agolpa de repente ante mí, me enaniza, me destruye, me reduce al origen. Eso lo tomo como una necesidad inexcusable con la que termino desnudo y predispuesto. Adoro que los demás hablen de sus lecturas sean estas presupuestas o no, es más, prefiero que me comenten sus relecturas, porque, en esos juicios, es posible que anide sus máximas capacidades como lector. 

Así las cosas, después de estar leyendo un rato Confesión, de Tólstoi, algunos poemas de Eugènio de Andrade, de repasar las estupendas y enjundiosas páginas de mi admirado Marco Aurelio, de disfrutar con la vida de Montaigne, de escuchar en labios de M.C., -ahora Libera y Venus reunida- un cuento de Cortázar, entre otras cuestiones, he querido observarme desde fuera, desde la otredad necesaria para advertir los errores.

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NIETSZCHE escribió un aforismo –y de hecho él es uno de los filósofos que mejor utilizó el subgénero- que siempre utilizo cuando las palabras no terminan de capturar lo esencial: “Sin música, la vida sería un error”. Eso es precisamente lo que sucedió hace unos minutos, se había terminado la música.




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ESPIGANDO entre sus páginas, entusiasmado, encuentro que Nietszche supo definir con finura la posición de mal lector: “Los peores lectores son como los soldados entregados al saqueo: se llevan algo que pueden necesitar, ensucian y desordenan lo demás y reniegan del conjunto.”