LEO el poema de Francisco Brines, “Palabras a un laurel”, y
no dudo del alcance y de la maestría en el manejo de un tópico tan utilizado en
la tradición hispánica. Hay emoción y misterio mediante una palabra ajustada y
contenida. Cosa demasiado altiva para otros poetas que no oyen el silencio
universal de la palabra y que ceden a los constructos aparentemente poderosos,
ante una arquitectura viciada que, de suyo, termina por aburrir y ser fallida.
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EL enigma fundamental para la
filososía es la palabra, al igual que para la poesía. Sin embargo, para la
filosofía el centro de gravitación de todo su interés se sitúa en las
relaciones de la palabra con lo que nombra, esto es, si la palabra puede
representar el verdadero ser de las cosas o si solo es nombre, realidad
autónoma, sonora, ritmo desvencijado en el aire. En esta última propiedad señalada es donde la
poesía comienza a principiar con sus recursos. Obviamente, al cabo de los años,
el poeta se siente en una situación de liminaridad, pues cree conveniente, al
igual que el filósofo, convocar esas relaciones entre palabra y verdad. El
poeta concluye, si es poeta de origen, en las faldas de una expresión total, en
la noche de lo inefable. El filósofo es posible que todavía persiga detonar la
virtud de la palabra o bien desmembrar una cosa de la otra. Con Platón, el
conocimiento de la palabra lleva al de la cosa.
Es, precisamente, esa sensación
de desvelo y acontecer en la palabra cuando uno puede confirmar que se
encuentra ante la verdadera poesía. Si eso no sucede cuando uno está leyendo un
poema, esa poesía y, por ende, ese poeta, habrán quedado juglares, música
prestada, divagación, construcción que vale poco más que cualquier otra cosa o
incluso menos.
Antes de la palabra, como si
anidara en el útero de la noche, en esa noche homérica de vuelos encendidos, se
encuentra la música. La música no es enigma ni fundamento de la filosofía y ni de la
poesía, es aspiración y ser, deseo latente, figuración anhelante, tautología del ser de la palabra.