COMO en el texto de George Pèrec y en muchos de Borges, a
veces uno escribe por certificar la realidad, quiero decir, por el mero hecho
de enumerarla y clasificarla. Sin embargo, en ese ejercicio aparentemente
inútil y huero, sucede un acto intelectual muy complejo, pues enumerar la realidad
supone entenderla o al menos supone intentar comprenderla.
La realidad se muestra conformada y figurada para nosotros
como un todo. Ocurre como con la música, lo que suena se adentra y lo que no
está audible lo suponemos, aunque no lo conozcamos ni tengamos conocimiento
previo.
Ante lo que estamos contemplando, el escritor siente la
premura de dejarlo por escrito, es decir, clasificar la realidad de una forma
determinada, con el fin de poder entenderla mejor. Obviamente, el escritor
tiene una fe ciega en la literatura, pero, cual es la paradoja, que la
literatura es el cedazo más propicio para trastocarla sin que parezca
trastocada.
En esa confusión, el escritor se siente fecundo en su intento, pues
ha dado tabulación a lo que visiona con palabras. Piensa entonces, con
regocijo, que ha alcanzo su fin y que la palabra se amoldó como un guante a lo
que nombraba. Nada más alejado de la realidad.
Clasificar, establecer tablas, registros es un ejercicio de
entendimiento. Borges, como Cervantes, supo adentrarse un poco más allá en este
recurso y creó, con toda la inteligencia literaria, registros de realidades
inventadas, realidades que, a fin de cuentas, son tan reales como una lista
enciclopédica de cualquier disciplina, ya sea botánica o entomología. Esta
idea, que fascinó a Foucault en Las
Palabaras y las cosas, es la misma que ejecutó Velázquez y Cervantes. A todos los supera Bach y desde entonces pocos han seguido edificando en ello.