jueves, 20 de octubre de 2011

COMO en el texto de George Pèrec y en muchos de Borges, a veces uno escribe por certificar la realidad, quiero decir, por el mero hecho de enumerarla y clasificarla. Sin embargo, en ese ejercicio aparentemente inútil y huero, sucede un acto intelectual muy complejo, pues enumerar la realidad supone entenderla o al menos supone intentar comprenderla.  
La realidad se muestra conformada y figurada para nosotros como un todo. Ocurre como con la música, lo que suena se adentra y lo que no está audible lo suponemos, aunque no lo conozcamos ni tengamos conocimiento previo.
Ante lo que estamos contemplando, el escritor siente la premura de dejarlo por escrito, es decir, clasificar la realidad de una forma determinada, con el fin de poder entenderla mejor. Obviamente, el escritor tiene una fe ciega en la literatura, pero, cual es la paradoja, que la literatura es el cedazo más propicio para trastocarla sin que parezca trastocada. 
En esa confusión, el escritor se siente fecundo en su intento, pues ha dado tabulación a lo que visiona con palabras. Piensa entonces, con regocijo, que ha alcanzo su fin y que la palabra se amoldó como un guante a lo que nombraba. Nada más alejado de la realidad.
Clasificar, establecer tablas, registros es un ejercicio de entendimiento. Borges, como Cervantes, supo adentrarse un poco más allá en este recurso y creó, con toda la inteligencia literaria, registros de realidades inventadas, realidades que, a fin de cuentas, son tan reales como una lista enciclopédica de cualquier disciplina, ya sea botánica o entomología. Esta idea, que fascinó a Foucault en Las Palabaras y las cosas, es la misma que ejecutó Velázquez y Cervantes.  A todos los supera Bach y desde entonces pocos han seguido edificando en ello.