miércoles, 26 de octubre de 2011

EL rugoso y amarillento papel del cuaderno me agrada cada vez más y siento, cuando estoy escribiendo en él, que alguna cosmogonía está comenzando.  Escribo con un ímpetu nunca antes advertido, pues he comprobado cómo las estéticas, en un poeta, son estados del alma y de la noche: cambiantes, divergentes, siempre las mismas. Es muy profunda la noche, la noche de la noche, noche blanca de la noche. En ella, la palabra se acomoda y gravita todo a su alrededor envuelto de palpitantes deseos. El poeta es el que toma el pulso escondido de la humanidad.  

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AYER le dije a M.C. que, después de una escritura desatada, impregnada de imágenes y oníricas  presencias, el nuevo poemario será realista. Ella, advertida ya de mis virajes estéticos, sonrió y terminó afirmando: “¿Cuándo vas a pisar la tierra de hojarascas?”. Lo dijo sonriendo, como si hubiera estado esperando ese momento hace mucho y todo terminara por ser como ella lo había estado imaginando y acaso lo deseaba, como si en su esbozo hubiera una satisfacción reconfortada por mis torpes afirmaciones, como si toda esa secuencia hubiera sido ya prevista mucho antes de que hubiera sucedido, exactamente como miran los oráculos.
Realista, quiero decir, en la noche. La poesía debe aglomerar todas las dimensiones de la realidad, pero es cierto que necesita establecer una mesurada relación de referencias y de ritmos que la hagan universal. Claro, Cernuda, en Historial de un libro, afirma (una de las pocas afirmaciones brillantes y aleccionadoras) que el poeta debe saber cuándo ha terminado un libro y un estado de escritura. Conocer el fin es algo demasiado desagradable para el demiurgo, pues sigue pensando que lo creado, hasta el momento, es tan válido como cualquier otra creación. Sin embargo, no había tenido esta claridad nunca en la consciencia y con ella, con su tenue luz de tristes palabras, he comenzado a ser de nuevo en la poesía.