EL rugoso y
amarillento papel del cuaderno me agrada cada vez más y siento, cuando estoy
escribiendo en él, que alguna cosmogonía está comenzando. Escribo con un ímpetu nunca antes advertido,
pues he comprobado cómo las estéticas, en un poeta, son estados del alma y de
la noche: cambiantes, divergentes, siempre las mismas. Es muy profunda la
noche, la noche de la noche, noche blanca de la noche. En ella, la palabra se
acomoda y gravita todo a su alrededor envuelto de palpitantes deseos. El poeta
es el que toma el pulso escondido de la humanidad.
***
AYER le dije a M.C.
que, después de una escritura desatada, impregnada de imágenes y oníricas presencias, el nuevo poemario será realista.
Ella, advertida ya de mis virajes estéticos, sonrió y terminó afirmando: “¿Cuándo
vas a pisar la tierra de hojarascas?”. Lo dijo sonriendo, como si hubiera
estado esperando ese momento hace mucho y todo terminara por ser como ella lo
había estado imaginando y acaso lo deseaba, como si en su esbozo hubiera una
satisfacción reconfortada por mis torpes afirmaciones, como si toda esa
secuencia hubiera sido ya prevista mucho antes de que hubiera sucedido,
exactamente como miran los oráculos.
Realista, quiero
decir, en la noche. La poesía debe aglomerar todas las dimensiones de la
realidad, pero es cierto que necesita establecer una mesurada relación de
referencias y de ritmos que la hagan universal. Claro, Cernuda, en Historial de un libro, afirma (una de
las pocas afirmaciones brillantes y aleccionadoras) que el poeta debe saber
cuándo ha terminado un libro y un estado de escritura. Conocer el fin es algo
demasiado desagradable para el demiurgo, pues sigue pensando que lo creado,
hasta el momento, es tan válido como cualquier otra creación. Sin embargo, no
había tenido esta claridad nunca en la consciencia y con ella, con su tenue luz
de tristes palabras, he comenzado a ser de nuevo en la poesía.