ES cierto, en Cádiz las mañanas parecen
restos de un naufragio. Llegué con el tiempo suficiente para poder pasear tranquilo por el centro y tomar
un café mientras leía un libro de poemas, titulado Quietud, de Salvador Fernández (Siltolá, 2011), del que me habían
atraído unos versos que, sin dudarlo, me parecen magníficos. Decía que las
calles estaban encontrándose con la luz del amanecer que, en Cádiz, provienen
de una letanía insospechada. Así las
cosas, me acomodé cerca de la librería de lance que se llama como una novela
del XIX, “Raimundo”, hasta que abriera sus puertas. Después de terminar de leer el libro de poemas,
me dirigí al escaparate de la librería
para observar las piezas que ellos consideraban insignes para que muestren su
rostro al público: libros sobre Cádiz, estampas antiguas, estampas de santos,
carteles de corridas de toros, objetos de anticuario, libros de Pemán, Do Fuir, de Trapiello. Este último creo
que lo colocaron sin saber muy bien quién es el autor y qué significa ese
libro, más bien considero que lo aunaron a aquellos objetos primitivos porque
el libro había tomado la forma de un artilugio deshuesado.
Falto de la dinámica y de la efervescencia
del Rastro en Madrid, quiso uno imaginar una emboscada que el azar había
preparado con el libro de A.T., pues estaba el volumen maltrecho, comido por la
humedad, deslomado, cargado de pintas de óxido, como si alguien lo hubiera
dejado al albur de la noche y el libro mostrase las heridas profundas del
salitre y el océano. Aquella imagen, -la mañana, la luz, el óxido, los lomos de
los libros- fue convocando una disposición de la realidad en la que me veía
inserto, pero conducido por alguna extraña suerte. Entré en la librería y
compré una edición de Fernando Quiñones y el libro de A.T.
Cuando llegué a casa, comencé a imaginar los
vericuetos por los que el libro había atravesado hasta llegar de esa manera
allí. Pensé, de inmediato, que si A.T. hubiera estado en mi lugar, es decir, si
A.T. hubiera llegado a Cádiz esa mañana y hubiera visto su libro en la
estantería de marras, hubiera comprado el volumen. El resto sería fábula o
pasos del salón.
Por unos momentos, quise imaginar al propio
AT allí, observando con una sonrisa esbozada, quién sería el susodicho que iba
a rescatar el libro de aquel asedio de la humedad y quién sería el que daría,
de nuevo, la oportunidad a un volumen en las últimas, de postrarlo en unas
baldas relucientes y nuevas. Así lo imaginé mientras escribía estas notas en la
Plaza de Mina, mientras unos pájaros alborotados, en brigada, anunciaban la
llegada irremediable del otoño.
Ya con el libro en casa, después de limpiarlo
y de adecentarlo, comencé a leer las páginas de Do fuir imbuido, cómo no, por la prosa de un señor que,
probablemente, fue ajeno a todo lo sucedido, de un señor que después de
escribir sus libros, poco sabe de lo que les ocurre a pie de calle.