EL cuaderno de Leonardo va, paso a paso,
completando algunos poemas o al menos recogiendo la erupción iniciática con
algunos versos. Qué mesura otorga
escribir en cuadernos y qué cadencia impregna la vida cuando uno acude, en
solitario, a escribir. A pesar del fracaso consabido, acepta uno ese marro como
un bien que justifica nuestra existencia, sobre todo si nos rodea la
mediocridad.
Ante tanta
estulticia y absurdo, acaba uno recogiendo, en dos o tres líneas, más que todas las palabras pronunciadas
en años. Es una condensación de lo que somos que, hacinada con el ritmo,
recupera los compases de nuestro concierto.
Hay días en que uno
necesita reivindicarse en estas manías y aquellas costumbres, aunque no
terminen por alcanzar más grado que el de la satisfacción personal, pero, en
ocasiones, y como ya he escrito aquí más de una vez, en ciertos ambientes soy
T., nada más y nada menos, quisiera ser, pues desearía haber nacido invisible
por siempre.
Así que, en estos
pocos versos vertidos desde hace unas semanas encuentro más pureza verbal que
en ninguna otra acción. Encuentro, sobre todo, una plácida amanecida que de tan
alejada de lo banal me hace sentir, inocentemente, un personaje que escoge sus ficciones.