EL arranque de Vida, de Torres Villarroel, siempre me
pareció un antídoto para situarnos a ras de tierra: “Mi vida, ni en su vida ni
en su muerte, merece más honras ni más epitafios que el olvido y el silencio”. Esta
declaración que principia el inicio de uno de los libros más singulares y
olvidados al tiempo de nuestra literatura, siempre, repito, me ha despertado una
satisfacción por estar leyendo lo que realmente pienso de la vida corriente y
ordinaria. Es más, pensé en que mi epitafio podría estar escrito ya con estas mismas palabras del escritor salmantino. Silencio, olvido, marginalidad, no porque lo que nos rodee no
merezca la pena, sino porque nosotros mismos significamos muy poco, casi nada,
para el mundo. Eso es el desasosiego.
En efecto, Pessoa es el autor que
concilio con Villarroel. Libro de desasosiego fue, hace unos años, un libro capital
en la forja de una cosmovisión que todavía perdura para la vida y para la
manera de entender la literatura: “la
conciencia de la inconsciencia de la vida es el más antiguo impuesto de la
inteligencia. Hay inteligencias inconscientes…brillos del espíritu, cadenas del
entendimiento, voces y filosofía que tienen el mismo entendimiento que los
reflejos corporales […]”. De un tiempo a esta parte, considero que la
consciencia es una fuerza teleológica que lo imanta todo hacia el origen de
los reflejos. Esos reflejos, en la virtud platónica, no son más que extravíos y
desasosiegos continuos, pues a nada conducen y nada son en esencia, sin embargo, en el mundo contemporáneo, han sustituido a la virtud verdadera. Y no son pocos los aduladores y los corifeos de estas manifestaciones. Incluso hay quien, poseyendo la virtud ancestral del poeta, sucumbe estrépito ante estas zarandajas pasajeras.
Más aún, Villarroel puede ser
hermanado con Mario Levrero y su libro El
discurso del vacío: “Hay un fluir, un ritmo una forma aparente vacía; el
discurso podría tratar cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento.
Esa indiferencia es sospechosa; presiento que tras la apariencia de vacío hay
muchas, demasiadas cosas. Lo que me
asusta es no poder huir de ese ritmo, de esa forma que fluye sin desvelar sus
contenidos”. No es difícil caer en esa espiral, que señala Levrero, del ritmo y
de la repetición y de la aparente forma que, sin remiendos, cae en un vacío del
vacío, tanto en ética como en la estética. Para un escritor, el vacío es un
subterfugio engañoso, pues nada sustancia ni encarna sus formas y, cuando no se
tiene la consciencia a la que lama Pessoa, todo es vicio y perversión de lo uno y lo diverso.
Me recordaron en Barcelona, no
con poca sorpresa por mi parte, a Cioran. Del autor rumano me embelesan sus páginas de El libro
de las quimeras, pues en ellas exalta la música como el único elemento que
realmente no reconcilia con la naturaleza verdadera y originaria que habita en
nosotros. No existe para Cioran, -y para mí con él-, otro método de vuelta y
capacitación como la música. En Cioran, las musas y el caos se hacen uno: “quien no haya tenido la sensación de la desaparición del mundo, como realidad
limitada, objetiva, separada, quien no haya tenido la sensación de absorber el
mundo durante sus éxtasis musicales, sus trepidaciones y vibraciones, nunca
entenderá el significado de esa vivencia en la que todo se reduce a una
universalidad sonora, continua, ascensional, que evoluciona hacia lo alto en un
placentero caos”. La música ordenando la materia que somos, la música
extrayendo la esencia que portamos con el orden beneplácito de la armonía.
Borges, por último, cree que la
palabra poética fue perdiendo su componente mágico, su balbuceo de mundo
primitivo en que fondo y forma, como la música, era una misma cosa. Y si bien
es cierto que él, en sus prólogos, venía a repetirnos esta idea de continuo,
también es cierto que Borges era Borges cuando dejaba de serlo y que su palabra
es su vida, su vacío, acaso la figuración ascensional de lo que atisbó a decir
en armonía. No solo el argentino sino los grandes poetas de antaño, impregnaron la poesía de un halo épico que, en realidad, escondía las hazañas internas de la humanidad.