domingo, 8 de abril de 2012


HABLAMOS de la misma naturaleza. Por eso, como hicieron los románticos, hay que instaurar una hermenéutica que comience desde el origen, sin mediación de opiniones externas, de forma individual. Hay que escribir provenientes del vacío de interpretaciones.
No hay falacia en el mundo griego, sino inagotable fuente de conocimiento. Es ir más allá, traspasar el primer encuentro engañoso y especular hasta adentrarse en la profundidad; pensar en el enigma del oráculo délfico y repensar la respuesta, pues en ella seguimos siendo. Solo hay verdad en el canto originario. 
  
Hijas de Zeus y Mnemosine, (la nobleza y la memoria), las  Musas son el símbolo de la naturaleza, ellas son la representación de la naturaleza para el arte.  Nacen de las noches de amor y descienden de Urano y Gea (Cielo y Tierra). Pero, sobre todas estas cuestiones, se ha olvidado el elemento capital: provienen de Harmonía y ellas pertenecen a la estirpe de Apolo y Orfeo (Calíope es su madre). Las Musas, es decir, el canto, la música, eran las que rodeaban el Caos y las que proponen una cosmogonía, la que proponen  el límite ordenado y armónico a la materia informe.

María Zambrano dijo que la danza de las Musas incita a ordenar el pensamiento humano. Ese orden, cuando alcanza la belleza, es arte.  En cualquier caso, es el enigma de la música que rodea la creación artística y la naturaleza misma lo que pensamos; la mousiké que Platón interpretaba como todo lo relativo al humanismo.
  
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EN el libro de A.M., En otra casa (La Isla de Siltolá, 2012), hay una prosa viva y pausada. Un equilibrio de la emoción que apunta a una reflexión que aúna la palabra y la realidad. Una lectura plácida, bien acompasada, con la que el lector no puede disimular que le encantaría, las más de las veces, contemplar lo que le rodea con ese temple y con esas palabras.