Estaba leyendo un pasaje de La Fábula del Genil, de Pedro de Espinosa. Con este autor mantengo un compromiso moral, ya que a él me une su estancia en Sanlúcar de Barrameda. En esta ciudad, que es en donde nací, Espinosa desarrolló buena parte de su vida,-treinta y cinco años-, junto al Duque de Medina Sidonia. Los versos son de una limpieza sonora envidiable, poseen una música cautiva similar al ímpetu escondido al que me refiero:
"Hay blancos lirios, verdes mirabeles
y azules, guarnecidos alhelíes,
y allí las clavellinas y claveles
parecen sementera de rubíes."
..."sementera de rubíes", esta transposición semántica hace que reflexione sobre la lengua poética. Hay poetas que, aun siendo herméticos, devuelven al idioma una música y una significación nonata que los hace verdaderos artesanos del idioma. No son impostados, ni amanerados, ni pretenden endulzar el oído de los que escuchan ávidos de retruécanos y malabarismos con las palabras. En estos versos hay música del idioma, está presente la cadencia de la lengua que los acoge y eso no es común.
Uno, que aprende con lentitud y desde la ignorancia, anota este y aquel verso, este y aquel recurso, no con la intención pueril de imitarlos, sino de que, a fuerza de repetirlos, terminen formando parte del acervo literario de mi memoria. Porque es la memoria la sementera de lo poético, de donde la inspiración recoge los aires de la fantasía a la que se refería Leopardi en el fragmento traducido. No existen preferencias de épocas o autores, prejuicios que desarraiguen a tal o cual poeta antes de leerlos. Lo poético puede estar presente en cualquier etapa e idioma, pues no pertenece al tiempo en que fue escrito. Lo poético, si es verdadero y puro, prevalece y persiste más allá de las décadas en que fue compuesto; por mucho que el poeta quiera encontrar el origen en su propia vida, el poema es fruto de un territorio común, la humanidad consciente de la mortalidad. El poeta debe poblar su memoria con versos que evoquen la naturaleza cumplida de la palabra verdadera.